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El legado de Margot

En la entrada de hoy toca recordar a una mujer que fue muy importante en mis afectos, pero sobre todo, en mi formación como escritora: Margot Pérez Solari. Y la recuerdo hoy, porque prefiero celebrar los natalicios de las personas, y no el día de su fallecimiento.

Margot nació el 17 de junio de 1945. Eso significa que cuando nos conocimos, en 1998, tenía (o mejor dicho, le faltaba poco para cumplir) 53 años. No lo parecía: su carácter alegre, simpático y decidido, un sentido del humor único, carismática como ella sola, la energía con que hacía todo y que transmitía a los demás, hablaban más de bien de una mujer mucho más joven, en el cuerpo de otra más madura.

No recuerdo la fecha exacta en que conocí a Margot, pero sí la circunstancia. Yo estaba trabajando (colaborando, sería más apropiado decir, porque no me pagaban por lo que hacía) en un programa televisivo que se emitía por Canal 9 de Resistencia, y recientemente se había integrado al equipo Alejandra Muñoz, una de los hijos de Margot. Nos tocaba ir juntas a Barranqueras, la ciudad portuaria pegada a Resistencia, para hacer notas y conseguir material. En principio, nos iba a llevar uno de los compañeros en su auto, pero algo pasó a última hora, y quien se encargó de hacernos de chofer, fue la mamá de Alejandra. En lo que a mi carrera literaria respecta, creo que fue una de las vueltas del destino más importante de mi vida, si no la más importante de todas. Ya verán por qué.

A la distancia, no recuerdo con exactitud qué vino primero. Creo que ya sabía que la mamá de Alejandra había escrito (y publicado) un libro, porque yo no me callaba los míos (ya había publicado la primera novela, artesanalmente) y claro está, que eso se prestaba al diálogo: Mi mamá también es escritora. Tiene un libro muy bueno publicado. Recuerdo varias conversaciones que mantuvimos sobre mi libro y el de su mamá, la literatura en la región y en general.

Pero escuchar hablar de la mamá de Alejandra y su libro maravilloso, no fue lo mismo que conocerla. La primera sensación fue que me había reencontrado con una amiga de toda la vida. Jamás noté la diferencia de edad, a pesar de que se hacía evidente porque Margot era quien tenía experiencia de vida y la que me daba los consejos. Ese día me invitó a su casa, y desde entonces, no podría decir que todos los días, pero sí, varias veces por semana, iba a visitarla y pasábamos las tardes juntas.

Intercambiamos libros, por supuesto. Yo le mostré con orgullo el engendro que había presentado unos años atrás. Ella me regaló un ejemplar de su novela Y serás hombre…, su también primera novela, editada por Vergara, me contó la anécdota que precedió a la selección de su novela y todo lo que implicó el proceso editorial, incluso un cambio en el final, un mundo al que me estaba asomando por primera vez, porque hasta entonces, publicar era carísimo (igual que ahora) pero a diferencia de ahora, no existía la opción de hacerlo de manera digital.

Hablé de la novela de Margot en este video, por lo que no considero necesario hacerlo de nuevo ahora, porque ―además― lo importante fue la devolución que ella me hizo de mi novela. Era un engendro (lo reitero porque es importante) al que yo veía con afecto y orgullo porque, realmente, si lo comparaba con la primera versión de la novela y las que había escrito antes de sentarme a hacer esa primera corrección, había evolucionado años luz. Pero… como digo siempre, que esté mucho mejor, no quiere decir que esté bien ni que esté lista. Corregir implica muchísimo trabajo, y doble trabajo en ese caso, porque además de tener que pulir los aspectos técnicos de la escritura, tenía que terminar de madurar yo (tenía veinticinco años por entonces), porque había estado escribiendo novelas para adultos, con situaciones entre padres e hijos, parejas, abuelos, amigos…, tocando temas fuertes, sin la experiencia necesaria para hacerlo bien. Con doce años, incluso con veinte ―que fue cuando publiqué esa primera versión― ni siquiera podía imaginar los problemas vistos desde un adulto. Pero no era consciente de eso, y estaba más que feliz con el resultado (hasta entonces) final de mi primera novela.

Margot pelando guayabas de un árbol de su jardín, para preparar dulce.
Margot pelando guayabas de un árbol de su jardín, para preparar un dulce.

Margot supo hacer las cosas bien. Primero me la aplaudió. La historia era buena, de eso no cabía duda, pero dejaba mucho que desear en cuanto a la construcción de los personajes, el trenzado de la trama y la redacción, y no hay historia que se salve cuando todo lo demás falla. El tema era original, tenía con qué…, pero le faltaba. Y Margot supo decírmelo tan bien, que lo recibí como un desafío, pues esa historia podía llegar a ser mucho mejor todavía. Como anécdota, había un capítulo que se titulaba Tres años después. Margot me lo reprochó: ¿Cómo tres años después? Yo quiero saber qué pasó con esa nena durante esos tres años, qué más recordó, qué más hizo, qué hicieron los padres… No me podés dejar con estas ganas. Y fue cuando me hizo la propuesta, una de las mejores propuestas que me hicieron en la vida: como ella también tenía una novela todavía inédita que necesitaba unos arreglos, ¿qué me parecía si nos ayudábamos mutuamente? Ella me iría marcando las cosas que había que apuntalar en mi novela, y yo le marcaría las que encontrara en la suya. Por supuesto, dije que sí.

Comenzó entonces un proceso de varios meses, que compensó con creces el hecho de que, hasta entonces, yo no había asistido a ningún taller literario. A partir de ahí, no estaría lejos de la verdad si dijera que prácticamente todas las tardes iba a su casa, tomábamos algo, y nos poníamos a trabajar. Margot tenía una biblioteca gigantesca, increíble, y era frecuente que yo volviera a mi casa cargando varios libros. Me hizo leer de todo, y después compartíamos impresiones. Mientras tanto, yo reescribía mi novela. Fue durante ese proceso que adquirió su título definitivo de Llamaradas de Recuerdos, a la vez que también la novela de Margot cambiaba el suyo. Y aprendí muchas cosas bajo su tutela.

Aprendí a investigar, por ejemplo. Si yo planteaba una situación X, tenía que documentarme en el tema, por lo menos para saber dónde estaba parada. Así fue que me subió a su auto y me llevó a conversar con su ginecóloga y una dermatóloga amigas, para darle una base sólida a situaciones presentadas al comienzo de la historia: riesgos de pérdida de un embarazo, a qué podía deberse, qué se hacía en esos casos (finalizando los `70), y cómo justificar un bebé que nace con ampollas, problema que continúa presentándose esporádicamente en los siguientes años, y que se resolvió con eritemas de diversa gravedad, que le confieren a la piel el aspecto de haberse quemado. En esa época no existía Internet, de modo que había que ir hasta el profesional y conversar con él.

Aprendí a crear la intriga. Nunca cuentes todo de una vez: que pase algo que interrumpa a los personajes, y retomalo capítulos más adelante, porque si ya contaste todo, ¿para qué te van a seguir leyendo?, me advirtió. Y desde entonces, es uno de los recursos que mejor manejo.

Como yo recién empezaba a ser adulta y ella llevaba años en el tema, incluso con experiencias de mujer casada y madre de tres hijos (y me reservo lo demás porque su vida era tan compleja como maravillosa ella), me marcaba situaciones que estaban flojas, pero yo no las notaba. Hubo un capítulo con el que me puso a parir sin piedad. Debimos de haber estado entre una semana y diez días trabajando en él. Está chirle, sigue chirle, era su sentencia. Tené en cuenta que se está reencontrando con su antigua familia; ellos también lo tienen que notar, las emociones explotan en una situación así, sobre todo porque no van a entender lo que les está pasando. La que estaba a punto de explotar era yo, que volvía a casa con la misma tarea, a reescribir la misma escena, para recibir la misma devolución. ¡Hasta que lo logré! ¡Ahora sí!, me dijo una tarde, y por dentro yo bailaba de felicidad. Hasta el día de hoy, cada vez que me encuentro con ese capítulo (que es el más extenso de la novela), recuerdo especialmente a Margot y le agradezco que haya sido implacable, porque fue la puerta de entrada a Bufeos y El Juego de las Máscaras. Yo no lo sabía por entonces y posiblemente tampoco Margot lo conociera bajo esos términos, pero me estaba enseñando a trabajar la intensidad dramática, la curva de los personajes y a construir personajes tridimensionales, reales, verosímiles, humanos.

En esa época yo tenía un tema con el equilibrio y las dimensiones. Llamaradas de Recuerdos no está dividida en dos partes, pero sí hay dos conflictos bien delimitados que debe sortear la protagonista, y el segundo comienza después de que se soluciona el primero. Por algún extraño motivo (que ni yo comprendo, después de tantos años) se me había metido en la cabeza que la resolución del segundo conflicto debía hacerse en la misma cantidad de páginas que demandó el primero. Ya pueden ir imaginando mi espanto cuando vi que el número de páginas empezaba a crecer… y no se vislumbraba un final cercano (¡Todavía ni me imaginaba lo que viviría con El Juego de las Máscaras veinte años después!) ¡Me está quedando culona!, me lamentaba, haciendo alusión a que el final se estaba haciendo mucho más extenso que el resto de la historia. Margot se reía con ganas. Hoy veo que lo yo tomaba como final, no era tal, sino la continuidad que la misma historia necesitaba para llegar a todo su potencial.

Con Margot también se terminó mi fantasía de escribir un cuento algún día. Hasta ahora hablé solamente de una de mis novelas, pero Margot leyó varias, incluso algunas que yo creía que eran cuentos, pero la devolución que ella me dio fue tajante: Tienen estructura de novela, se nota que las comprimiste y me quedo con ganas de más. A partir de ahí, otro de sus consejos: Dejalas que tengan la extensión que necesiten. No las fuerces a ser más cortas o más largas de lo que la historia dé, porque los lectores nos damos cuenta. El que comprime sus novelas tratando de hacer un cuento, defrauda a sus lectores, que esperan más, y el que estira un cuento tratando de lograr una novela, los aburre. Eso fue lo que aprendí a partir de las enseñanzas de Margot, y reforzado con experiencias propias y de libros que recibí en la Oficina. Debo confesar que reincido cada tanto (la última vez, fue en 2020), siempre con el mismo resultado final. Lo mío son las novelas.

Con Margot aprendí lo importante que es la participación de un corrector antes de pensar en publicar una novela. Gracias a Dios, del engendro solamente hice cuarenta ejemplares y todos quedaron en manos de amigos de la familia, que la juzgaron con el afecto que sentían por mí y teniendo en cuenta mi contexto (tenía doce años cuando la escribí y veinte cuando la corregí y la presenté), y la primera vez que tuve la oportunidad de publicarla a través de una editorial… Aquí cuento cómo fue todo el proceso. Incluso, la versión final de Llamaradas de Recuerdos no fue la corrección que hice guiada por Margot, sino una posterior, agregando información importante que hace a la esencia del libro, que encontré después del trabajo que habíamos hecho, y dándoles una lijada final a los personajes, porque se comportaban de una manera exagerada y sensacionalista, poco verosímil en algunos casos, y de todo eso me di cuenta, gracias a lo que aprendí con ella. Trompear al libro (esto no es literal, por supuesto) para ver si se sostiene o se desmorona y hay que construir el hilo conductor, la escena o el personaje de otra manera, es otro aprendizaje que me dejaron los meses de intercambio literario que compartimos.

Finalizando ese mismo año, 1998, la vida me llevó por otros carriles y empezamos a vernos menos. Computadoras había pocas e Internet recién empezaba a asomarse, por lo que el único contacto que podíamos tener, era personal. Pero nos reencontramos varias veces: volví a visitarla en muchas ocasiones, recuerdo un cumpleaños de Margot, la mesa grande, con todos sus amigos, y reuniones entre nosotras dos, conversando de mucho más que libros (¡no me extiendo en eso, porque la entrada se haría interminable!). Hasta 2012 o 2013 seguimos en contacto frecuente; además, ya existían Internet y las redes sociales; eso facilitaba la comunicación. Luego, la vida me llevó de nuevo por otros caminos. Pasó lo de siempre: el clásico Ya nos veremos, pero el tiempo volaba, yo desconocía que había empezado con problemas graves de salud, y un día me enteré, en los pasillos de la facultad de Artes ―donde cursaba la Licenciatura en Artes Combinadas y donde Alejandra, su hija, mi antigua compañera de equipo, es docente― que la madre de la profesora Muñoz había fallecido. Cuando escuché eso, se paralizó el mundo.

Foto de la solapa de su novela, con un breve curriculum suyo. Mujer multifacética si las hubo.

Margot llegó a conocer la versión final de Llamaradas de Recuerdos, porque le regalé un ejemplar. Nos reímos mucho de la dedicatoria A Margot, que salvó a Lucretia de una mortal anorexia (Lucretia era el apodo de la novela, era el nombre de uno de los personajes, que en la última versión mutó a Luz, y anorexia era lo que sufría la versión artesanal sobre la que trabajamos hasta llegar a la final). De hecho, uno de los apodos de la novela (puesto por Margot) era El Hueso, porque con un solo hueso había que construir un cuerpo entero. Un primer esbozo que le mostré de lo que años después sería El Juego de las Máscaras mereció el mote de El Cartílago. Lamentablemente, no llegó a conocerla terminada ni impresa. ¡Creo que le hubiera gustado!, aunque seguramente habría encontrado algo para corregir.

En cuanto a ella, tiene por lo menos tres novelas que siguen inéditas (podrían ser más), lo cual es una pena muy grande, porque son historias excelentes: Chaco se está perdiendo una gran novelista, que daría orgullo promocionar. ¡Ojalá que algún día (dentro de no mucho) un editor la descubra, se interese, y negocie con sus hijos la publicación de esos libros!

A Margot la llevo en mi corazón y la recuerdo con afecto. Es mi compañera mental cuando atravieso una situación complicada en alguna de mis novelas; es el pensar: ¿Qué me habría aconsejado Margot?, y de inmediato recuerdo su Está chirle, todavía está chirle, hasta que mis neuronas se cruzan y la solución perfecta aparece.

Yo no asistí a talleres literarios, como conté al comienzo. Pero tuve dos maestros excepcionales. Margot fue una de ellos. Y le voy a estar por siempre agradecida por todo lo que me brindó.


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